Hambre y vida: el sueño de Juan

➡️ Manolo López / Plumas Invitadas
Me fui a Estados Unidos con una maleta ligera y el corazón pesado. No crucé buscando aventura, crucé buscando pan. En mi pueblo la tierra ya no alcanzaba, los sueldos eran miserables, y vi que si me quedaba me hundía igual que mi padre, que trabajó hasta dejarse la espalda en el campo. Decidí que el sacrificio debía valer la pena, aunque fuera en tierra ajena.
Llegué con miedo. No conocía el idioma. No conocía las calles. No conocía a nadie. Al principio trabajé en la construcción: el sol era el mismo, pero la mirada de los demás no. Allá uno aprende pronto que tu acento te delata, que tu piel pesa más que tus palabras. Luego pasé a trabajar en un restaurante, lavando platos, cortando verduras, quemándome las manos con grasa caliente. Me adapté. A la fuerza se aprende inglés, a la fuerza se aprende a sobrevivir.
Extraño el ruido de mi barrio en México. Extraño el olor del pan en las mañanas, las risas de mis hermanos, la forma en que allá nadie me preguntaba de dónde era. Aquí uno siempre es “el inmigrante”. He hecho amigos, claro. Gente buena. Pero la nostalgia se cuela hasta en los sueños.

Con los años me integré. Aprendí a pagar impuestos, a sonreír aunque no entendiera todo, a ahorrar un poco, a mandar dinero a casa. Tengo hijos nacidos aquí. Ellos ya hablan inglés mejor que yo. Su mundo ya no es el mío. Y sin embargo, cuando veo la bandera ondear, siento una mezcla extraña: respeto y distancia.
Con Trump llegó el ruido fuerte. Palabras que te reducen a “ilegal”, a “criminal”. Escuchar eso duele. No porque sea verdad, sino porque cala que te vean como una amenaza cuando lo único que quieres es trabajar y vivir en paz. En esas palabras se esconde el desprecio, y uno aprende a caminar más derecho, con más cautela.
Publicaciones del mismo autor: Madres solteras, entre la esperanza y el desamor y Carta del abuelo
Mi reflexión es simple: los inmigrantes sostenemos mucho de este país. Sembramos, cocinamos, construimos, cuidamos. Sin nosotros, la máquina no avanza igual. Y aun así, seguimos siendo invisibles, o peor, enemigos. Pienso que algún día, cuando se hable de Estados Unidos, tendrán que aceptar que también es nuestra historia. Que también hemos levantado sus muros y limpiado sus calles. Que lo americano no es solo de ellos, sino de todos los que lo construimos con las manos, con la espalda, con la esperanza.
Porque al final, uno viene a este país con lo mismo que llevó Hemingway a la guerra y a la escritura: hambre de vida. Y aunque nos llamen de mil formas, nosotros seguimos aquí, firmes, trabajando, respirando, existiendo.
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