Mi banda sin hogar: capítulo K

➡️ Por Ixchel del Castillo / Plumas Invitadas
Hace 13 meses, renuncié a mi trabajo de 13 años sin tener otro empleo asegurado. Este detalle resulta crucial. Después de semanas, el pánico se apoderó de mí como afiladas astillas en mis huesos.
Para escapar de la situación, salí a caminar cerca del centro de Phoenix con la esperanza de liberar mi mente y espíritu del veneno que sentía correr por mis venas. Llevaba mis fieles audífonos, sintonizando un canto cardenche (es un género de la música mexicana donde sólo hay voces con ritmo, no se acompaña de instrumentos). “Yo ya me voy a morir a los desiertos”, resonaba la canción, evocando el sonido de varias voces y transportándome al abrasador y peligroso calor del desierto.
Durante la caminata, me topé con dos personas sentadas en el suelo bajo la pobre sombra de arbustos de laurel, escapando de los rayos del sol que quemaban su piel curtida. Al percatarme de que estaban hambrientos y sedientos, no sentí lástima por ellos, sólo un profundo y extraño dolor.
“¡Hola, buenos días!”, saludé con voz amistosa.
Ambos me sonrieron, y experimenté una oleada de alegría que contrastaba con el dolor que había sentido unos segundos antes. Nuestros semblantes cambiaron al reconocer nuestra humanidad compartida, contrapuesta a la visión de marginados que algunos tienen, como si fuéramos un estorbo o cáncer en la sociedad capitalista. Me identifiqué con ellos al imaginar que fácilmente podría ser yo quien estuviera en su lugar. Observé las miradas de desprecio de los transeúntes; por sus gestos, supe que nos estaban juzgando.

Entré a “Alleria”, un callejón tapizado con alfombras viejas que cubren décadas de polvo de un espacio olvidado, pero ahora lleno de historias: cuadros, dibujos, fotografías. Y cada detalle en ese callejón feliz resaltaba.
Por azares del destino – y amor al arte – conocí a K. La mujer caminaba errática y melódicamente. Sus pasos cantaban acordes alegres al ritmo de su atuendo colorido moviéndose como la batuta de un director de orquesta. Era ahora parte del arte de ese callejón, con playera con mariposas azules, una camisa multicolor – rosa, verde, azul, amarillo, blanco, negro.
Nos saludamos cordialmente y sonriendo.
Si aquellos dos en la sombra fueron tan amables, pensé, no tengo por qué temerle a esta hada colorida y radiante.
Me preguntó dónde estábamos y fue obvio que estaba desorientada, pero con un rostro amable y tierno decorado con dientes maltratados. La alegría en sus ojos era de las que uno solamente ve en películas. Me presenté, se presentó, y me agarró del brazo como si hubiéramos sido comadres de toda la vida. Y, en ese instante, nos volvimos comadres y camaradas de por vida.
¿A dónde vas?, pregunté con curiosidad.
A mi hogar, respondió, mirándome a los ojos. Pero no estoy segura dónde es. Creo que es por aquí.
Caminé junto a ella, con el aire caliente soplando y la esperanza de que recordara la ubicación de su hogar. A cada paso, K hablaba sobre cinco temas distintos al mismo tiempo, mientras recogía piedritas del suelo.
¡Mira!, es un corazón, ¿no crees?, exclamó, mostrándome una pequeña piedra. ¡Y ve esta otra! No sé qué forma tiene, pero es bonita. Oh, este pedazo de vidrio azul me combina bien. Reconocía formas y colores en todas las piedras esparcidas por la banqueta, agachándose para recogerlas y guardándolas en su pantalón como un tesoro preciado.
Te gustan mucho las piedras, ¿verdad?, pregunté. Ella respondió con una risita juguetona, sin decir una palabra, mientras levantaba un pedazo de grava, lo examinaba rápidamente y lo devolvía al suelo. Supongo que no era una piedra mágica.
Después de 27 minutos de caminata, el calor nos estaba agotando, en una cuadra bordeada de palmeras que se mecían. Cada paso que Ktomaba llevaba minutos, buscando texturas y colores que llenaran su corazón y sus bolsillos.
K pidió que nos sentáramos en el pasto de un parque. Bajo la sombra parcial de un árbol, me contó sobre su historia de abuso y adicción. Supuse que tendría hambre, así que le ofrecí una barra de granola que llevaba en mi bolso. Para mi sorpresa, la rechazó avergonzada.
Es que… uso blues y mis dientes están destrozados… Lo siento… Pero, ¿tienes un cigarrillo que venderme? Ah, mira mi Biblia.
Fumó su cigarrillo con ansias y leyó en silencio algunos versículos de su Biblia. Al terminar, agradecida, me pidió que le tomara una foto. ¡Qué bonita!, dijo. Su atuendo colorido resaltaba contra el verde esmeralda del pasto. Nos ayudamos mutuamente para ponernos de pie.
De repente, los movimientos de K se volvieron lentos. Se despidió de mí tratando de alzar la mano, pero parecía estar petrificada. Caminaba como el péndulo de un reloj oxidado. Decidí acompañarla a su hogar para que no enfrentara sola el peligro de una avenida de cinco carriles.
“K, vamos y me enseñas dónde vives”, le propuse. De mi brazo, K siguió hablando sobre piedras, blues, calor, tráfico, el Circle K que le servía de referencia, su aversión al alcohol y al pescado, y lo feliz que se sentía hoy.
Finalmente, llegamos a su hogar. No era una ‘casa normal’, sino un centro que alberga a personas sin hogar y con algún tipo de adicción. K me invitó a pasar, pero no era permitido ni seguro para los inquilinos y visitantes sin presentar identificación.

Casos como el de K son comunes en el condado Maricopa. El último reporte del Conteo Regional de Atención Continua (Regional Continuum of Care Point-in-Time Count) indica que solo en este condado había 9 mil 642.
El número refleja un modesto aumento de 7% respecto al recuento del año pasado, pero un aumento de 72% en la población sin hogar del condado desde 2017.
Vivo en el cuarto piso, dijo mientras me abrazaba. Ven a visitarme. Y llévate esta piedra. Creo que se parece a ti. Nos despedimos. Ella sana y salva en su hogar, y yo derretida, tanto por el calor como por su amable disposición.
Pasaron varios días, y una mañana, en aquel parque donde nos sentamos, me encontré con C, otra persona a quien había conocido recientemente y quien residía en el mismo edificio. Le pregunté por K, preocupada de no haberla visto en un tiempo. Su expresión cambió.
¿Nadie de la banda te lo dijo?, respondió C. Se acercó a mí y me abrazó, transmitiendo una mezcla de cariño y malas noticias. K falleció, anunció. La encontraron muerta en su hogar.
Esta fue, más bien, la crónica de una muerte anunciada, pensé. Desconocía las causas de su fallecimiento. Si no fuera por aquellos que ahora considero mi banda (pandilla) en la calle, no sabría dónde estarían muchos de ellos.
Decidí llamarles así, a este grupo de personas sin hogar, porque para mí se habían convertido en una pandilla, un conjunto de individuos que comparten historias similares, cuyos relatos se entrelazan en una sinfonía de tristeza y sonrisas.
Regresé a casa llorando. Busqué la piedra que K me había regalado: un cuarzo rosa. La tenía reposada en mi librero. La tomé y la puse en una maceta para que estuviera en la tierra, aunque ella ya no estuviera en la Tierra. Para mí, aquel regalo de K ya no era una simple piedra, sino una flor frágil y colorida, al igual que aquella mujer de colores alegres y sonrisa radiante. K ya no está en este mundo, pero aquel cuarzo rosa desafía el tiempo, guardando en su interior el amor que ella le había dado.
En ese momento, comprendí lo difícil que es estar sin hogar, incluso cuando se tiene un techo sobre la cabeza. Un hogar no es sólo un lugar físico, sino donde uno encuentra su existencia.

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Plumas invitadas de Conecta Arizona
Comentarios (1)
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Desde que compartiste tu articulo conmigo, me sembró la inquietud sobre las personas que viven de una manera tan desigual, de la importancia de realizar un análisis de fondo y a fondo sobre cuales son las causas que hacen que se generen ese tipo de situaciones no humanas, que soluciòn se le puede dar, que estrategias se pueden implementar y como puedo desde mi mundo ayudar. Gracias por darnos a conocer, a recordar que en este mundo hay muchas personas necesitadas de elementos básicos para sobrevivir. Saludos.