Hay recuerdos que tardan más en desvanecerse de la memoria, quizá son aquellos que asociamos con una sacudida interna de sentidos o emociones. Eso me pasa cuando pienso en Israel. Por un momento me quedo sin aliento y juraría que hasta puedo oler la comida, escuchar las carcajadas y sentirme como una niña que descubre un mundo con los ojos y el corazón abierto.
A partir de hoy -y por un par de semanas-, vamos a recorrer juntos esa polémica tierra en donde la historia y la política se entrelazan en pasajes de la Biblia, donde sus contrastes a veces duelen y otras matan, donde sus fronteras también sangran, explotan y nos recuerdan que la humanidad también está a merced del proteccionismo, el capricho, la justicia o el amor.
¿Pero por dónde empezar?
Decido hacerlo por Jerusalén, esa Tierra Santa en la que se entrelazan los credos sin confundirse, donde coexistir no es una opción sino una forma de vida, un Babel en donde todos los idiomas se funden para crear el de la fe y donde peregrinamos hasta sin buscarlo. No me mueve una urgencia religiosa, sino el cosquilleo de saber que recorrí los pasillos de una historia grabada quizá en mi ADN.
Pero para entender a Israel uno debe empaparse desde su centro; ahí, en su capital, en la Ciudad Vieja, donde hace más de dos mil años se escribió la historia más importante del mundo. Enclavada entre el Mar Mediterráneo, los Montes de Judea y el Mar Muerto, Jerusalén ha sido la cuna de tres religiones, ha sido destruida 12 veces, sitiada 20 y capturada 50… y aun así conserva la majestuosidad que le da haber sido testigo del tiempo.
Por eso no es difícil recorrerla con asombro y descubrir en ella los misterios de la fe. En sus calles se siente algo: el peso del conflicto e irónicamente el amor más puro; se marcan las creencias, las leyendas y la lucha; se siente un poco de todo, hasta que uno se da cuenta que contuvo la respiración por unos segundos, en esta y quizás otras vidas.
Jerusalén es como el oasis en medio del caos. Yo, que soy católica por herencia, conveniencia y convicción, me sentí en casa, con una familiaridad que me causan los conflictos internos, con esa sensación de haber estado ahí y saber qué poco ha cambiado desde el Monte de los Olivos hasta el Santo Sepulcro, pasando por los tianguis y las mezquitas, los cementerios y los restaurantes, con el ejército y los rabinos, con los rosarios y las kipás. Yo me cubrí la cabeza y me desnudé de los prejuicios. Ahí, con mi feminismo frente al Muro de los Lamentos, con mi feminidad y mis curvas descaradas en una tierra sagrada, ahí, comencé a jalar el hilo que me llevó a conocer a Israel más allá del misticismo de la religión, cualquiera que sea, sino de la humanidad que se complica por territorios y credos.
Toma mi mano, mi pluma, mi voz y recorramos juntos ese país a través de voces y recuerdos. La primera parada, el cielo; la segunda, el infierno.
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