✍ Cuesta trabajo mantener la boca cerrada, claro, y la mente quieta. Somos seres sociables, por naturaleza, muy al pesar de algunos que disfrutan la quietud de la lengua. A veces pienso que preguntamos demasiado y otros días que poco. Qué ironía. Cuestionamos para saber, para comparar, para iniciar conversaciones o matarlas con un signo de interrogación; preguntamos para hacer plática, llenar silencios y curiosear… pero muy pocas veces lo hacemos para escuchar.
Tampoco escuchamos. Desde el saludo del “buenos días” escupimos interrogantes de las que pocas veces nos interesan —de verdad— las respuestas. Oímos por encimita, mientras que hacemos mil cosas más, con el televisor prendido para que haga ruido, con la música de fondo, con las orejas tapadas y el cerebro como en tómbola. Es un reto parar para poner atención. Tenemos un déficit nato para concentrarnos en una sola cosa en especial: saborear las palabras que salen de la boca de otros.
Entonces, haría falta plantearnos qué es primero, si la escucha o la pregunta; esto es algo así como el huevo y la gallina, un círculo en el que nunca se sabe quién empieza y qué termina. Esto lo pienso mucho, esas pocas veces en las que dejo la pista de baile y me subo al balcón de las ideas. Con el ego sudado por el vaivén del día a día, respiro un par de veces para escucharn(me) y preguntar (me). Empiezo aquí, en casa, y luego recorro mis otros caminos personales y profesionales.
En mi cabeza enmarañada comienzo a tirar del hilo de mi cordura; es muy corta la mecha. Y así me encuentro. Me detengo y me desnudo de las tantas suposiciones que me visten el cuerpo y el talento. Mi mente, claro, intenta distraerse, voltear a otro lado, despertar los demonios y los pendientes, culpar a la irremediable falta de tiempo que me persigue con un cronómetro en mano.
Pero la necesidad de estar, de ser y de soltar, me obliga a sacudirme y volver al centro o al vientre. Escucho las quejas de mi consciente y de mi subconsciente y les pregunto por todo eso que dicen que les duele. Y llego, por unos pocos minutos, a ese lugar donde quiero estar: la plenitud, el lujo, la revelación de parar.
Aprendí a estar conmigo misma en la pandemia. No podía salir, entonces decidí incursionar aquí dentro. Así, a mis treinta y tantos años supe lo que era en realidad escuchar. Esto de prestar atención, de verdad oír lo ajeno, es como un trabajo en eterna construcción y me declaro yo obra negra, como casi todos.
Sin embargo, cerrar la boca me ha, irónicamente, abierto todas las puertas. Morderme la lengua, aguantarme el comentario, respirar para no hablar y seguir las palabras con los ojos y los oídos ha marcado la mejor etapa de mi carrera profesional. Creo que nunca había logrado escribir historias tan poderosas con voces que no son el eco de las mías. Son tuyas, con tus palabras, tu spanglish y tu acento, como el mío. Son tus contrastes que se notan en tus gestos y cuando trastrabillas de emoción. Y te agradezco que me permitas escucharte, leerte, para preguntarte.
Queremos que Conecta Arizona sea ese lugar en donde podamos darle un espacio, un eco y amplificar tus historias.
Plumas invitadas de Conecta Arizona